martes, 11 de septiembre de 2012

El huésped efímero

La velocidad disminuye cada vez un poco más y la direccional derecha palpita apenas incuestionable a través de la gasa húmeda, parecida a un sudario, que cubre con creces desde la apartada Ciudad de los Cielos (antes Lugar de Águilas) hasta Agua de Lluvia, al norte de la Sierra Mazateca. El paredón café cultural, que comúnmente encauza a la imaginación por sobre las viñetas color hierba esmeralda, se encuentra anestesiado por los filamentos líquidos septentrionales que descienden raudos y empapan aquella patria de tierra. Tras todo esto, la primavera recién comienza.
     La carretera pavimentada ha quedado atrás junto con dos horas de curvas sedentarias y sus respectivas cruces católicas adornando la vida de uno que otro acantilado a través de la muerte de uno que otro conductor imprudente. Ahora, la camioneta de mis padres se adentra en el viaje imperturbable de los badenes nómadas, inertes en tiempo de sequía. Las curvas siempre han envidiado a los badenes. Ellos pueden darse el lujo de viajar de vez en cuando, ellas sólo escuchan recelosas los relatos de esos viajes durante 120 minutos a través de las llantas de los vehículos que transitan sobre sus cascadas espinas dorsales. Ellas son residentes permanentes; acerca de ellos nunca se sabe, depende realmente del buen tiempo, buen tiempo como el que hoy —y desde la semana pasada— hace.
     Las luces delanteras del vehículo se balancean sin cadencia propia, están a merced de los deseos indefinidos de la vereda enlodada; traviesa ésta, por cierto. Resulta más fácil, en realidad, andar con un par de pies hambrientos que con maquinaria de doble tracción; la naturaleza es un anfitrión agobiante y la existencia un huésped efímero. De hecho, sólo a dos metros de distancia es posible distinguir el saludo de una silueta cortés, mitad tierra mitad agua, inclinando su ajado sombrero de paja y entreabriendo su sonrisa mellada para que la lluvia golpee en su tostada nuca y el hálito le refresque la garganta.
     Minutos después, el precipicio se muda del lado derecho al izquierdo, el camino se angosta a una camioneta y media por viaje, los badenes se convierten en piedras, un octavo de sol despunta detrás de una montaña vecina, las torres de la iglesia de piedra dan la bienvenida a los recién llegados y bendicen a los que se van (especialmente a los que se van); las cabras, chivos, cochinos, asnos y mulas esconden su chata para guarecer el poco calor que les queda estando refugiados en sus corrales, mientras que algunos perros calados y solitarios andan “allá adelante" para buscar algo más que una planta oaxaqueña que los cubra y deje reposar. Mas, delante de todo esto, la casa gris con escalera externa al primer piso, comúnmente habitada por un trío de personas refulge con aguardiente y cerveza, humo de cigarro barato casi hecho al instante, olor a tamales con hoja de plátano y el barullo de las conversaciones inenarrables que dentro de la piedra y el fango tienen lugar. 
     Adentro, docenas de cajas de cartón y una de madera conversan entre risas ceremoniosas y susurros articulados perennes. No entiendo lo que está sucediendo pero les sigo la corriente con el dahlí correspondiente a la hora del día, que para fines prácticos siempre es el mismo dahlí. Mis tías, tíos, primas, sobrinos, un sinfín de familiares y personas aleatorias se contentan por ver a mi padre (por un lado porque a voluntad es y ha sido el médico temporal gratuito del pueblo y por el otro porque siempre que va, la fiesta lo visita, patrocinada por él, por supuesto... y ésta no será la excepción), en tanto que mi hermano y yo subimos por afuera de la casa a nuestra habitación. Después de deslizar el enrejado, la puerta cerrada de madera se abre, entramos y reconocemos la única cama replegada en una esquina del cuarto; los amplios ventanales de la pared opuesta y adyacente a la puerta tiemblan de frío y el piso de cemento ennegrece con nuestros pasos. La famosa polilla se despabila, aletea incesante hacia el cristal sin mucho éxito y después de casi un centenar de intentos sale por donde acabamos de entrar. 
     Me asomo por una de las ventanas y encuentro un mar de nubes resguardando icebergs de tierra y árboles. Volteo un poco hacia el este para buscar una calavera —perdón carabela— y una catarata se eleva precipitada en dirección al sol descendiente. Me distraigo en la inmensidad y ubico a unos metros, el espacio donde se encontraba la letrina hace varios años, me doy cuenta que la semilla que plantó mi hermano hace un año se ha convertido en mazorca y la caña de azúcar que cuidaba el abuelo se ve casi muerta. Nuestra madre ungida y encrespada nos grita desde el umbral de la puerta para que frente a todos hagamos uso de los altos valores que según ella tenemos. 
     El disgusto de su cara se medio esconde detrás de un gesto estirado similar a una sonrisa al momento que alguien, una mujer, ataviando el viejo vestido de punto que usaba mi madre hace más o menos dieciséis años, se acerca a ofrecernos café de olla hecho por montones y servido en los jarrones que mi padre cortésmente donó. Bajamos apenas con ganas de mezclarnos en un ambiente que desconocemos, abigarrados entre pan de yema de huevo y pan de burro, haciendo uso de un protocolo incorrecto, procurando estrechar las manos de los nuevos integrantes de la familia que cada año se suman (honestamente creo que si sigo viniendo un día habré sido emparentado con todos) que se escapan sumisas dejando únicamente el resquicio de los dedos —algo incoherente con el acostumbrado apretón de manos— para que mi padre, sus hermanas y hermanos, y mi madre arguyan sobre la razón en los tiempos de caos. 
     En la cocina de humazo, leña y barro, catorce señoras intercambian voces aturdidas, mi prima se toma la molestia, tras ver mi rostro de incomprensión, de aclararme:
     -Dicen que por qué hay un hombre guapo en medio de tanta señora, níhpa
     Aunque quizá siempre lo he sabido, respondo: 
     -¿A poco no se puede estar aquí, Mari? 
     -Ahorita no, níhpa. Dicen que te salgas —obviamente seguían susurrándose cosas que más o menos sonaban así: “meh-shri ti-sinh ti-shruquitinahndaih-livi?” A pesar de que mi traducción se basa solamente en sus gestos faciales y corporales, seguro preguntan: "¿qué hace este chamaco aquí en la cocina?". No obstante, entre el estado tan parco en el que viven sus cuerpos, el abuso de los tan próximos rayos de sol, lo fiel y absurdo que resulta su rol de mujer y lo largos que han sido sus tal vez cincuenta años parecen guardianes del sino (y centinelas de la cocina)— que ahorita te sirven de comer —termina de traducir. 
     -Dhi cui-ve tivi gha-zhi-i y-cuahn-cuijh-nah —les dice Mari (o algo así, insisto); todas asienten dispares al instante y me lanzan sonrisas inclinadas al comprender que desconozco sus costumbres. Quito la cuerdita del clavo que sostiene la puerta y me voy. 
     El sonido del mazo barajándose entre borrachos enciende mi cigarro, pero tengo que apagarlo casi al instante porque veo venir a mi madre junto a dos ancianas, cada una con una cubeta repleta de agua en cada mano; seguro fueron al pozo porque hace más de cuarenta y cinco minutos que no la veo. Por el olor ni me preocupo; apesto más a leña quemada que a cualquier otra cosa. Generalmente es un aroma penetrante pero nada desagradable, de hecho hasta memorable es, pero curiosamente el día de hoy se percibe exánime. Debe ser la primavera. ¡No!, debe ser su ironía; quién sabe, ya mañana pensaré en eso. Por ahora debo dedicarme a difundir el dahlí nocturno a toda aquella persona que vea de aquí a donde se encuentra mi cuarto. Intentaré descansar. 
     Tras treinta y tres horas que ocupé en leer libro y medio, comer, dormir, desesperarme por no encontrarle uso alguno a mi smartphone y de escuchar a la banda del pueblo, los que aún permanecen despiertos, ebrios, bien alimentados y no se han ido, encrespan las olas dentro de las botellas para explorar las desventuras de los recuerdos del indígena; sus labranzas, sus actos de medianía que por supuesto vinieron después de los excesos y carencias, y los pedazos de palabras que entre arrojaba y entre comía. Todo esto en el lenguaje incomprensible que ya he intentando reproducir. Ojalá alguien me envíe por frutas o verduras al mercado de Huautla, o se presente alguna coyuntura para subirme en la caja de las camionetas que usan como transporte y sentir el gélido aire restregando mi cara; eso y que por supuesto me distraiga por lo menos un cuarto de día. 
     ¿Qué dicen, mamá?, ¿ma', qué están diciendo?, pregunta mi hermano. Pero mi madre tampoco entiende una palabra y nunca tuvo intención de hacerlo. Mi padre, en cambio, resuelve sus dudas —entre lágrimas de alusión y suspiros de decepción— mintiéndole sobre la naturaleza de la conversación. Resuelve las dudas de mi hermanito mientras resuelve las suyas. Su padre lo había amado como no amó a ninguno de sus otros diecisiete hijos. Las tablas colocadas tanto en el patio como en la azotea de la casa gris vestida de negro son insuficientes para dar asiento a todas las personas que siguen llegando a la conmemoración. Cuanta más gente haya más dinero se ha de recolectar para los viáticos y souvenirs. Aunque no es obligatorio, algunos dan $20.°° y sólo los que tienen más solvencia se arriesgan a aportar $50.°° en medio del olor a flores y bebidas embriagantes. 
     Mi tía me ofrece la oportunidad de ir a recoger una bolsa de maíz allá abajo, cerca de la escuela; la tomo en seguida sin dudarlo. Decido ir por el pequeño sendero para evitar los saludos espontáneos dirigidos a extraños. Sorteo como puedo las ramas pizpiretas que se me cruzan en el camino, aparto la vegetación con mis manos citadinas, piso firme con los guaraches prestados que son absolutamente apropiados para aferrarme a las piedras y evitar resbalarme con el lodo, le encuentro por fin un uso a mi celular (que cargo más por costumbre que por otra cosa) y enciendo la lucecita que hace de lámpara, y repito constantemente nahjmé cuahecahá para no olvidar cómo tengo que pedir el maíz. 
     Mi estratagema de evasión resulta contraproducente. He pasado entre los patios y sobre los techos de las casas, he sido ahuyentado por perros escuálidos y gallos dominantes y también me he visto en la necesidad de rehusar tazas de café. Todas las pequeñas casas están conectadas unas con otras por flujos de tierra tan angostos como un asno y tan largos como la montaña lo permita... Por fin tengo el maíz, pero no sin antes haber sido producto de burla por mi mal hablado mazateco. Lo que ahora me preocupa es el regreso, pese a que es el mismo camino me encuentro con el escollo de la subida. Lo bueno es que de lo cansado que llegaré, seguro dormiré mucho mejor que ayer. 
     Segundo y último día que despierto con los tambores y trompetas retumbando bajo la cama. Entre sueños desadormecía con la imagen de mi padre triste, entrado en aguardiente, destilando memorias por los ojos, abrazando a sus dos hermanas quienes también lloraban. Ayer antes de acostarme se me encomendó la tarea de pronunciar un discurso, así que el día de hoy me lo pasé redactado casi cinco estructuras diferentes con sus respectivas variaciones, hasta que por fin di con la más pertinente para la situación. Tras haber sido testigo de diversas controversias religiosas y económicas, conflictos familiares y de tradición decidí (porque uno siempre cree saber lo que es mejor para el otro) que mi deber es hablar sobre unión, resaltando lo que a él le hubiese gustado escuchar, aunque quizá me equivoque, no lo sé; nunca charlamos lo suficiente como para saber qué hubiera preferido, aunque si lo hubiésemos hecho seguramente no nos habríamos entendido muy bien. De cualquier manera hago uso de lo que recuerdo me han dicho y los exhorto a dejar de culpar las acciones ajenas por lo que uno experimenta. Lo detalló con palabras simples y emotivas e intento generalizar para generar empatía. Quisiera leerlo en mazateco pero tengo el tiempo encima y ya va siendo hora de andar allá adelante y después allá arriba a despedirlo. 
     Lo visten con la ropa de manta que mi padre mandó a hacerle, le colocan su sombrero y una muda por si las dudas; cierran definitivamente su maleta y lo acompañan entre un mar de personas y los dos perros de la familia. Nadie sabe cuántos años tiene en realidad, pero seguro deben ser algo así como los intentos de la polilla cuando la descubrimos dormitando en nuestra habitación. 
     Sólo hasta que se ha ido sacan la basura de esos tres días, según para asegurar su espíritu. Además arrojan la comida que sobró y los restos de ésta a un pozo cavado para ese propósito a pesar de que a ninguna persona a la que le pregunté sabe el porqué, pero así lo hacen; de por sí no tienen mucho que comer y cuando hay un poco de carne la tiran y la cubren para que ningún animal irracional o racional pueda clavarle el diente. Por ahora todo ha terminado; espero impaciente —junto al señor que me regala las cervezas que mi padre compró— a que el resto de los asistentes siga con sus vidas. A que dejen de rememorar la vida y a que los senderos se iluminen un poco más con la mirada de la luna y las cientos de lámparas de mano que me persiguen para evitar caer allá abajo donde se encuentra la casa gris que perfectamente veo desde aquí, desde esta altura, con un poco de esfuerzo, ésa y otras más. Lástima que quienes habitan en este largo terreno de esperanza no puedan contemplar esta patria de tierra. 
     Entre la neblina y la imagen del nuevo trío con forma de dúo despidiéndonos, regresamos por donde llegamos. Casi todo sigue igual: los baches, la niebla, las personas, las ideas, las cruces, las curvas, la lluvia. Pienso en la luz de mis palabras durante mi discurso y en su inmediata opacidad por la habilidad del traductor y de fondo, muy al fondo, me pierdo en una conversación ajena y escucho a mi madre decir: 
     -¿Cómo se les ocurre bajar al piso a una persona moribunda y dejarla en un pedazo de petate? Deberían dejarlo descansar a gusto en la cama, que siga calientito. ¡Ay, viejo!, por eso no me gusta venir a tu pueblo. ¿Cómo se les ocurre? ¿Acaso no piensan? 
     Disiento con la cabeza por el tonto carácter de su comentario, pero evito los míos para evitar parecer un idiota frente al reciente suceso. Intento distraerme con cualquier cosa, pero sigo pensando en el desaire de sus palabras; me contengo ante el contraste. Mi padre de mirada distante, temperamento racional, sentimientos inexorables, y enfocado al presente replica con apenas ganas de hacerlo: 
     -Pues sí, pero allá lo hacen así. Yo también les dije a mis hermanos que lo dejaran sobre la cama —responde mi padre—. Si me hubieran hecho caso aún le habría alcanzado a… 
     El silencio de la tertulia enmascarada llega a su fin pues el freno que casi toca el asfalto hizo que la camioneta se detuviese en seco. Salvo por el alarido de mi madre y el olor del eco de las llantas quemadas, el paisaje se muestra imperturbable. Los gavilanes vuelan cerca de la ventana que mi hermano tiene a su costado, la pequeña cola de caballo que gotea desde apenas unos metros arriba de nosotros limpia el canalillo donde se mezcla agua de manantial, astillas y aceite de motor. Supongo que lo estoy imaginando, pero puedo escuchar el susurro burlón de la curva que acabamos de pasar remedando a mi padre: 
     -Lo último que hice fue ponerle los calcetines, ¿recuerdas? Le puse sus calcetines en sus pies antes de irme. Evito el morbo que la gente reunida provoca frente a nosotros, mas alcanzo a percatarme de un niño no mayor de 14 años, con su cara de tez color cacao, recostado apacible boca abajo a mitad del carril derecho a unos pies de la enorme montaña que apenas alcanza a cubrir el llanto de una señora, su madre tal vez, al ver encima de su pequeño un árbol de tremendo tamaño arropándolo. Imagino el mismo ritual que se acaba de llevar a cabo en nombre del abuelo; advierto días de pena futura, sollozos inconmensurables, una cruz más limpia y pequeña que las de su alrededor, y otra historia que ha de contar la carretera. Insisto: la naturaleza es un anfitrión agobiante y la existencia un huésped efímero.